Yo había llevado en secreto mi trastorno, tan solo lo sabía mi familia, porque sentía que si les decía a mis amigos con 13 años que no comía porque me daba miedo tragar, no me entederían. Pero en ese momento estallé, y sin más le crucé la cara de un bofetón a mi amiga. Y lo solté todo.
"¡Yo quiero comer, pero de verdad que no puedo, es superior a mí!" le dije. "Y tú, que no tienes ningun problema para tragar, que puedes comer tranquila, lo has vomitado porque quieres." No es que no entendiera que mi amiga estaba cayendo en un gran problema, sino más bien al contrario: lo que vi es que una persona a la que quería casi como una hermana se iba a meter en el mismo infierno en que yo llevaba medio año sin salir. Que su vida se iba a convertir en una pesadilla cada vez que se levantara. No lo podía permitir.
Cada día me dediqué a preguntarle qué había comido, y vomitó unas pocas veces más, pero no perdió demasiado peso. Al año nos distanciamos y cambiamos de amistades, pero pude ver con alivio que había subido algo de peso y se veía muy saludable. Estuvo a punto de caer al pozo pero, por suerte, se le quitó la idea de la cabeza antes de acabar metida de pleno en la anorexia.
Desde aquí hago alusión a todas aquellas niñas que aún no han caído, a esas que dicen: seré anoréxica hasta que adelgace x kilos y luego lo dejaré, a esas que creen que lo podrán controlar. No, queridas, esto es como el tabaco: una vez empiezas, es muy difícil quitártelo de encima. Yo no comía por miedo, y no sabéis lo que me duele saber que al mismo pozo se puede entrar por no querer comer. Caminos distintos, pero mismo doloroso destino.
Confía en quien te quiere, no estás solo/a
Imagen: pixabay.com
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